COCHINÁ TRES
Siempre desconfié de tus razones para “gorriar” a tu marido. Siempre me enrostrabas curiosamente las encuestas que hablan de que en Chile, más del 65 % de las mujeres casadas son infieles, entonces para qué ser la excepción. Que nos conocíamos hace tiempo, que yo te divertía, que yo te producia un extraño cosquilleo.
Mas a mis brazos llegaste por otras razones. No fueron las estadísticas sin duda ni todas las anteriores razones. Tampoco el aburrimiento, ni la “noia.”
Fue la curiosidad de saber cómo era-que-era-esto de acostarse con otro hombre después de haberlo hecho solamente con Roberto: uno en tu vida.
El conejillo de Indias-habías decidido- iba a ser yo. No puse demasiados obstáculos para tu conquista. Cuando quiero ser seducido soy el más puto de los hombres. Sin mediar siquiera una piscola.
Así lo nuestro nació premeditado, meditado, acotado completamente en primera instancia. Habiendo activado la espoleta de la bomba de tiempo de nuestra separación. Hasta ese límite llegaríamos: tú no te separarías, ninguno de los 2 se enamoraría. De lo subrepticio lo más subrepticio. La etiqueta decía: Plazo de vencimiento: 2 meses.
Entonces, todo clarito, partimos a la cabaña de la playa.
Tenías la finura de la mujer de mundo que ha recorrido fronteras que ha traspasado fronteras. El único restaurant del lugar nos recibió cómplices. Tantas hojas de los pinos costeros que habían caído sin ti. La chimenea prendida estrepitosa, ominosa nos sentamos pegaditos a ella. Serían las 20:00 hrs. Ya empecé a sospechar que algo tenías que ahuyentaba mis soledades, yo tan compuesto. Era la conversación tan fluída. Era la comodidad del viaje instantáneo tan monótono en otras ocasiones. Era además el desparpajo con que escogiste las rosas en la florería de tu esquina, antes de salir, arriesgando la presencia de él y tus hijas. A media cuadra de tu casa, mujer arriesgada, decidida, valiente.
“ Tengo que reconocer que me sorprendió el amor...”- cantaba Montaner en la radio del auto.
A ti por todos lados te afloraba la filosofía de que: “Ya que estamos en esta aventura juguémosnos por ella”. Ese desembarazo que te afloraba por todos los poros. Tanto que cualquiera que no nos conocía pensaba éramos directamente marido y mujer. Así nos trató el dueño del lugar, así el camarero. “Señora”. “Mi señora”. Tiempo atrás estaba acostumbrado a escuchar ese sustantivo. Hoy entre que me agradaba y me desagradaba. Comimos y tomamos rico. Tú sí sabías beber. Aperitivo, vino de clase, bajativo por cuenta de la casa. Al final se me ocurrió, canchero, invitarte a “bajar la comida” por la orilla de la playa. Aún no nos besábamos. Para qué. Caminamos de la mano, llenándonos de la fuerza del mar que íbamos a necesitar, de la oscuridad de la noche playera que debíamos traspasar, de lo inasible de la arena que debíamos provocar. Una hora así, que es más que una hora así, mi señora, transcurrió rauda. En un instante y jugando te lancé a tierra que es un decir porque es arena. Pensé te enojarías quizá. No en vano tenías 40 y a esa edad una mujer casada no hace esas cosas. Pero no, fíjate, no te enojaste. Es más, reíste destemplada, juguetona. Ya era hora empezaran a hacer efectos los tragos bebidos. Era necesario pues allí estabas, a kms. de tu esposo, de tus hijas, de tus ritos y de sus rezos. En mis brazos, recogiendo a otro hombre, desconocido de biografía pero íntimo de sentimientos. Tomándolo decididamente. Tuve que hacer un alto en la vorágine. No se arrienda una cabaña para terminar haciendo el amor por primera vez en la playa.. No diré que fue un stop fácil. Yo más duro separándote tú implorando intimidad yo sagaz renuente por el momento.
El camino hasta el auto-la-cabaña fue muy intenso, muy de ti. Muy de mi. Nos esperaba la mucama, tú le diste todas las indicaciones que una señora da una mucama en esas situaciones, incluyendo modo, hora y tamaño de desayuno, como si me conocieras.
“Y la gloria se puede alcanzar” - continuaba Montaner, seguramente en un especial playero. La cama ancha y profunda como el mar. Sacamos hoja por hoja los cubrecamas, las colchas, las frazadas – no sé para qué tanto cuando había una buena calefacción, recuerden era invierno.
Por mi parte te saqué hoja a hoja el chaleco (el abrigo quedó en el porche), los pantalones, la blusa azul marino, los panties color piel, el calzón, el sostén, los anteojos, los aros, las pulseras, los anillos, las cadenillas, los granos de arena que se te pegaban producto del sorpresivo empujón, tus simbólicas cadenillas de oro mucho oro regalo de él que me habías asegurado nunca te sacarías, y los zapatos.
Desnuda eras, por cierto, el mejor espectáculo que se puede imaginar. Un cuerpo perfecto. Al decir perfecto digo extrema proporción entre el todo y las partes y entre las partes y el todo. Ya te estremecías ya te mojabas ante el embate por el momento de mis manos y mi boca por tu cuerpo, previo al estrépito de la penetración que fue como un bautizo ruidoso. Nada puede ser más grato para un hombre que la sensación y la acción de entrega en una mujer, tu mujer. En este caso, mi señora. Mi cochina señora, sedienta de caricias indefensa.
Y así fue, pecaminosa, que pasaron muchas noches, muchos embates, muchas alegrías. Tú, abierta a los juegos, todos los juegos, al menos los juegos que inventaba para saciar tu curiosidad. Hasta que tú misma los inventabas, los re-inventabas, te reías jugosa, gustosa de verte haciendo lo que hacíamos, de sorprenderte-sorprendida de lo que eras capaz y no habías desarrollado, de jugar en pelotas ante la mucama de tantos moteles, de tocarme el pene en público y aceptar te tocara los pezones en público, bajo-las- blusas-todas-las-blusas las veces que se me antojaba –que eran casi todas las veces. De frecuentar dichos lugares sin prendas íntimas para permitirme el sobajeo y luego la penetración de mis dedos, de las manos, de los pies.
Hoy a un año de la fecha de vencimiento no respetada, lo que implica un año dos meses juntos, recuerdo con mucha pena precisamente esa primera noche porque ni tú ni yo fuimos capaces de respetar nuestras racionales promesas. Esas inefables promesas que se hacen tan solemne pero tan desaprensivamente cualquier tarde de la vida porque creemos que nunca nos pasarán la cuenta.
Por todo ello por cierto es que no tengo cara hoy día – que es su cumpleaños - de enfrentar a Roberto, tu esposo, mi amigo, postrado-confiado en esa silla de ruedas, como hace 8 años.